Rafael Nadal se ha convertido, por derecho propio, en el mejor tenista de la historia en tierra batida. Su ocho títulos en la arena de Roland Garros, a los que se unen, por ejemplo 8 títulos en Montercarlo, 8 en Roma y así un largo etcétera, acreditan con números esta consideración.
Sin prisa, pero sin pausa, se aproxima al récord de títulos de Gran Slam de Pete Sampras (14) y de Roger Federer (16), a lo que se une que es el jugador con más títulos de Master 1000 de la historia. Sus números asustan a cualquiera, toda vez que aun tiene 27 años y le queda cuerda para rato.
Solamente Djokovic en pista dura y Federer en algún día inspirado parecen capacitados de frenar su escalada hacia el número uno mundial, un puesto del que le sacaron las lesiones, unas lesiones de las que parece haber olvidado.
Los calificativos se agotan para definir la profesionalidad de este deportista que tenemos la suerte que sea español. Es, sin lugar a dudas, nuestro deportista más solvente en lo personal y en lo profesional. Amable, cercano, humano, son algunas de las señas de identidad de un deportista que dejará una alargadísima sombra cuando se retire.
Por el momento nos queda disfrutar mucho de él y celebran algunos títulos que le faltan en su palmarés, el más importante el título de "maestro", un torneo que cierra la temporada tenística y a la que siempre Nadal llega completamente exhausto.
Me encantaría volver a ver a Nadal levantar el título de Wimbledon o la Copa Davis, pero su recuerdo humano y tenístico ya es inolvidable para todos los que amamos el deporte. Soprende que tras todo este rosario de éxitos, veamos a un hombre sencillo y amable, atender a la prensa y los aficionados con completa naturalidad. Ya lo dijo Dante, "la humildad es hija de la sabiduría". ¡Qué razón llevaba!.
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